miércoles, 16 de julio de 2014

TRABAJO con cuento "Sin colores" de las Cosmicomicas de Italo Calvino

Sin colores
Antes de que se formaran la atmósfera y los océanos, la Tierra debía tener el aspecto
de una pelota gris rodando en el espacio. Como ahora la Luna: allí donde los rayos
ultravioletas irradiados por el Sol llegan sin filtrarse, los colores quedan destruidos; por eso
las rocas de la superficie lunar, en vez de ser coloreadas como las terrestres, son de un gris  
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muerto y unifonne. Si la Tierra muestra un rostro multicolor es gracias a la atmósfera que
filtra esa luz mortífera.
Un poco monótono –confirmó Qfwfq– pero sedante. Recorría millas y millas a toda
velocidad como cuando no hay aire de por medio, y no veía más que gris sobre gris. Ningún
contraste neto: el blanco verdaderamente blanco, si lo había, estaba en el centro del Sol y
no era posible siquiera acercársele con la mirada; negro verdaderamente negro, no había ni
siquiera la oscuridad de la noche, dada la gran cantidad de estrellas siempre a la vista. Se
me abrían horizontes no interrumpidos por cadenas montañosas que apenas acertaban a
despuntar, grises en torno a grises llanuras de piedra; y por más que atravesara continentes
y continentes, no llegaba nunca a una orilla, porque océanos y lagos y ríos yacían quién
sabe dónde bajo tierra.
Los encuentros en aquellos tiempos escaseaban: ¡éramos tan pocos! Con los
ultravioletas, para poder resistir no había que tener demasiadas pretensiones. La falta de
atmósfera sobre todo se hacía sentir de muchas maneras; vean por ejemplo los meteoros:
granizaban desde todos los puntos del espacio, porque faltaba la estratosfera en la que
golpean ahora como en un techo, desintegrándose. Además, el silencio: ¡Inútil gritar! Sin
aire que vibrara, éramos todos mudos y sordos. ¿Y la temperatura? No había nada
alrededor que conservase el calor del Sol; y al caer la noche, hacía un frío de quedarse
duro. Afortunadamente, la corteza terresere se calentaba desde abajo, con todos aquellos
minerales fundidos que iban comprimiéndose en las entrañas del planeta; las noches eran
cortas (como los días: la Tierra giraba más velozmente sobre sí misma); yo dormía abrazado
a una roca caliente, caliente; el frío seco, alrededor, daba gusto. En una palabra, en cuanto
a clima, para ser sincero, yo personalmente no me encontraba demasiado mal.
Entre tantas cosas indispensables que nos faltaban, comprenderán que la ausencia
de colores era el problema menor: aunque hubiéramos sabido que existían los habríamos
considerado un lujo fuera de lugar. Unico inconveniente: el esfuerzo de la vista cuando
había que buscar algo o a alguien, porque siendo todo igualmente incoloro era difícil
distinguirlo de lo que estaba atrás o alrededor. A duras penas se conseguía individualizar lo
que se movía: el rodar de un fragmento de meteorito, o el serpentino abrirse de un abismo
sísmico, o un chorro de lapilli.
Aquel día corría yo por un anfiteatro de rocas porosas como esponjas, todo perforado
de arcos detrás de los cuales se abrían otros arcos: en una palabra, un lugar accidentado en
el que la ausencia de color se jaspeaba de esfumadas sombras cóncavas. Y entre las
pilastras de esos arcos incoloros vi algo como un relámpago incoloro que corría veloz,
desaparecía y reaparecía más lejos: dos resplandores acoplados que aparecían y
desaparecían de repente; aún no había comprendido qué eran y ya corría enamorado
siguiendo los ojos de Ayl.
Me metí en un desierto de arena; avanzaba hundiéndome entre dunas siempre de
algún modo diversas y, sin embargo, casi iguales. Según el punto desde el que se las
mirara, las crestas de las dunas eran como relieves de cuerpos acostados. Allá parecía
modelarse un brazo cerrándose sobre un tierno seno, con la palma tendida bajo una mejilla
inclinada; más acá, asomar un pie joven de pulgar esbelto. Allí parado, observando aquellas
posibles analogías, dejé transcurrir un buen minuto antes de darme cuenta de que bajo mis
ojos no había una cresta de arena, sino el objeto de mi persecución.
Yacía, incolora, vencida por el sueño, en la arena incolora. Me senté al lado. Era la
estación –ahora lo sé– en que la era ultravioleta llegaba a su término para nuestro planeta;
un modo de ser que estaba por terminar desplegaba su extrema culminación de belleza.
Jamás nada tan bello había recorrido la tierra como el ser que tenía ante mi vista.
Ayl abrió los ojos. Me vio. Creo que primero no me distinguió –como me había
sucedido a mí– del resto de aquel mundo arenoso; que después reconoció en mí la
presencia desconocida que la había seguido y se asustó. Pero al final pareció comprender
nuestra común sustancia y hubo un temblor entre tímido y risueño en su mirada que me hizo
lanzar, de felicidad, un gañido silencioso.  
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Me puse a conversar, todo con gestos. –Arena. No arena –dije, señalando primero en
torno y luego nosotros dos.
Hizo una señal de que sí, había entendido.
–Roca. No roca –dije, por seguir desarrollando el tema. Era una época en que no
disponíamos de muchos conceptos: designar, por ejemplo, lo que éramos nosotros dos, lo
que teníamos de común y de diverso, no era empresa fácil.
–Yo. Tú no yo –traté de explicarle con gestos.
Se contrarió.
–Sí. Tú como yo, pero más o menos –corregí.
Se había tranquilizado un poco, pero desconfiaba todavía.
–Yo, tú, juntos, corre, corre –traté de decir.
Lanzó una carcajada y escapó.
Corríamos por la cresta de los volcanes. En el gris meridiano el vuelo de los cabellos
de Ayl y las lenguas de fuego que se alzaban de los cráteres se confundían en un batir de
alas pálido e idéntico.
–Fuego. Pelo –le dije–. Fuego igual pelo.
Parecía convencida.
–¿No es cierto que es lindo? –pregunté.
–Lindo –contestó.
El Sol ya se hundía en un crepúsculo blanquecino. Sobre un despeñadero de piedras
opacas, los rayos pegando al sesgo hacían brillar algunas.
–Piedras allá nada iguales. Lindas, ¿eh? –dije.
–No –contestó, y desvió la mirada.
–Piedras allá lindas, ¿eh? –insistí, señalando el gris brillante de la piedra.
–No.
Se negaba a mirar.
–¡A ti, yo, piedras allá –le ofrecí.
–¡No, piedras aquí! –respondió Ayl y tomó un puñado de las opacas. Pero yo ya había
corrido adelante.
Volví con las piedras brillantes que había recogido, pero tuve que forzarla para que
las tomase.
–¡Lindo! –trataba de convencerla.
–¡No! –protestaba, pero después las miró; lejos del reflejo solar, eran piedras opacas
como las otras; y sólo entonces dijo–: ¡Lindo!
Cayó la noche, la primera que pasé abrazado no a una roca, y por eso quizás me
pareció cruelmente corta. Si la luz tendía a cada momento a borrar a Ayl, a poner en duda
su presencia, la oscuridad me devolvía la certeza de que estaba.
Volvió el día a teñir de gris la Tierra, y mi mirada giraba en torno y no la veía. Lancé
un grito mudo: –¡Ayl! ¿Por qué te has escapado? –Pero ella estaba delante de mí y también
me buscaba y no me veía y silenciosamente gritó–: ¡Qfwfq! ¿Dónde estás?–. Hasta que
nuestra vista se acostumbró a escrutar aquella luminosidad caliginosa y a reconocer el
relieve de una ceja, de un codo, de una cadera.
Entonces hubiera querido colmar a Ayl de regalos, pero nada me parecía digno de
ella. Buscaba todo lo que de algún modo se destacara de la uniforme superficie del mundo,
todo lo que indicase un jaspeado, una mancha. Pero pronto hube de reconocer que Ayl y yo
teníamos gustos diferentes, si no directamente opuestos: yo buscaba un mundo diverso más
allá de la pátina desvaída que aprisionaba las cosas, y espiaba cualquier señal, cualquier
indicio (en realidad algo estaba empezando a cambiar, en ciertos puntos la ausencia de
color parecía recorrida por vislumbres tornasoladas); en vez, Ayl era una habitante feliz del
silencio que reina allí donde toda vibración está excluida; para ella todo lo que apuntaba a
romper una absoluta neutralidad visual era un desafinar estridente; para ella allí donde el  
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gris había apagado cualquier deseo, por remoto que fuera, de ser algo distinto del gris, sólo
allí empezaba la belleza.
¿Cómo podíamos entendernos? Ninguna cosa del mundo tal como se presentaba a
nuestra mirada bastaba para expresar lo que sentíamos el uno por el otro, pero mientras yo
me afanaba por arrancar a las cosas vibraciones desconocidas, ella quería reducir toda cosa
al más allá incoloro de su última sustancia.
Un meteorito atravesó el cielo, en una trayectoria que pasó delante del Sol; su
envoltura fluida e incendiada hizo por un instante de filtro a los rayos solares, y de improviso
el mundo quedó inmerso en una luz jamás vista. Abismos morados se abrían al pie de
peñascos anaranjados y mis manos violetas señalaban el bólido verde flameante mientras
un pensamiento para el que no existían todavía palabras trataba de prorrumpir de mi
garganta:
–¡Esto para ti! ¡De mí esto para ti ahora, sí sí, es lindo!
Y al mismo tiempo giraba de repente sobre mí mismo ansioso por ver de qué modo
nuevo resplandecía Ayl en la transfiguración general; y no la vi, como si en aquel repentino
desmenuzarse del barniz incoloro hubiera encontrado la manera de esconderse y escurrirse
entre las junturas del mosaico.
–¡Ayl! ¡No te asustes, Ayl! ¡Sal y mira!
Pero el arco del meteorito ya se había alejado del Sol, y la Tierra había sido
reconquistada por el gris de siempre, aun más gris para mis ojos deslumbrados, e indistinto,
y opaco, y Ayl no estaba.
Había desaparecido de veras. La busqué durante un largo pulsar de días y de
noches. Era la época en que el mundo estaba probando la forma que adoptaría después: la
probaba con el material que tenía a su disposición, aunque no fuera el más adecuado,
quedando entendido que no había nada definitivo. Arboles de lava color humo extendían
retorcidas ramificaciones de las cuales colgaban finas hojas de pizarra. Mariposas de ceniza
sobrevolando prados de arcilla se cernían sobre opacas margaritas de cristal. Ayl podía ser
la sombra incolora que se mecía en una rama de la incolora floresta, o que se inclinaba a
recoger bajo grises matas grises hongos. Cien veces creí haberla percibido y cien veces
perderla de nuevo. De las landas desiertas pasé a las comarcas habitadas. En aquel tiempo,
en el presagio de las mutaciones que advendrían, oscuros constructores modelaban
imágenes prematuras de un remoto posible futuro. Atravesé una metrópoli nurágica toda
torres de piedra; franqueé una montaña perforada de galerías subterráneas como una
tebaida; llegué a un puerto que se abría sobre un mar de fango; entré en un jardín en cuyos
canteros de arena se elevaban al cielo altos menhires.
La piedra gris de los menhires era recorrida por un dibujo de apenas insinuadas vetas
grises. Me detuve. En medio de aquel parque Ayl jugaba con sus amigas. Lanzaban en alto
una bola de cuarzo y la cogían al vuelo.
En un tiro demasiado fuerte la bola se puso al alcance de mis manos y la atrapé. Las
amigas se dispersaron en su busca; cuando vi a Ayl sola, lancé la bola al aire y la cogí al
vuelo. Ayl se acercó; yo, escondiéndome, lanzaba la bola de cuarzo atrayendo a Ayl a
lugares cada vez más alejados. Después aparecí; me gritó; después se echó a reír; y así
seguimos jugando por regiones desconocidas.
En aquel tiempo los estratos del planeta fatigosamente buscaban un equilibrio a
fuerza de terremotos. Cada tanto una sacudida levantaba el suelo, entre Ayl y yo se abrían
grietas a través de las cuales seguíamos lanzando la bola de cuarzo. En esos abismos los
elementos comprimidos en el corazón de la Tierra encontraban la vía para liberarse y
veíamos emerger espolones de roca, exhalando fluidas nubes, brotar chorros hirvientes.
Siempre jugando con Ayl, me di cuenta de que una capa gaseosa se había ido
extendiendo por la corteza terrestre, como una niebla baja que subía poco a poco. Un
instante antes llegaba a los tobillos y ya estábamos metidos hasta las rodillas, luego hasta
las caderas... Al ver aquello creáa en los ojos de Ayl una sombra de inseguridad y de temor;
y yo no quería alarmarla, y por eso, como si nada, seguía nuestro juego, pero también
estaba inquieto.  
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Era algo nunca visto: una inmensa burbuja fluida se iba inflando en torno a la Tierra y
la envolvía toda; pronto nos cubriría de la cabeza a los pies vaya a saber con qué
consecuencias.
Lancé la bola a Ayl del otro lado de una grieta que se abría en el suelo, pero el tiro
resultó inexplicablemente más corto de lo que yo había pretendido, la bola cayó en la
rajadura, y zas: de pronto resultaba pesadísima; no: era que el abismo se había abierto
enormemente y ahora Ayl estaba lejos, lejos, del otro lado de una extensión líquida y untosa
que se había abierto entre nosotros y espumeaba contra la orilla de rocas, y yo me asomaba
sobre esa orilla gritando: –¡Ayl! ¡Ayl! –y mi voz, el sonido, exactamente el sonido de mi voz
se propagaba con una fuerza que jamás hubiera imaginado y las ondas hacían más ruido
que mi voz. En una palabra: no se entendía nada de nada.
Me llevé las manos a las orejas ensordecidas y en aquel momento sentí también la
necesidad de taparme la nariz y la boca para no aspirar la fuerte mezcla de oxígeno y ázoe
que me rodeaba, pero más fuerte que todo fue el impulso de cubrirme los ojos que me
parecía que iban a reventar.
La masa líquida que se extendía a mis pies se había vuelto repentinamente de un
color nuevo que me cegaba, y estallé en un grito inarticulado que de allí en adelante
asumiría un significado bien preciso: –¡Ayl! ¡El mar es azul!
El gran cambio tanto tiempo esperado había ocurrido. En la Tierra había ahora el aire
y el agua. Y sobre aquel mar azul recién nacido, el Sol se ponía también coloreado, y de un
color absolutamente distinto y todavía más violento. Tanto que sentí la necesidad de
continuar mis gritos insensatos: –¡Qué rojo es el Sol, Ayl! ¡Ayl, qué rojo!
Cayó la noche. También la oscuridad era distinta. Yo corría buscando a Ayl, emitiendo
sonidos sin pies ni cabeza para expresar lo que veía: –¡Las estrellas son amarillas! ¡Ayl!
¡Ayl!
No la encontré ni aquella noche ni los días y las noches que siguieron. Alrededor el
mundo desplegaba colores siempre nuevos, nubes rosas se adensaban en cúmulos violetas
que descargaban rayos dorados; después de las tormentas, largos arco iris anunciaban
tintes que todavía no se habían visto, en todas las combinaciones posibles. Y ya la clorofila
comenzaba su avanzada: musgos y helechos verdecían en los valles recorridos por
torrentes. ¡Era éste finalmente el escenario digno de la belleza de Ayl, pero ella no estaba! Y
sin ella toda esta pompa multicolor me parecía inútil, desperdiciada.
Volví a recorrer la Tierra, volví a ver las cosas que había conocido en gris, pasmado
cada vez al descubrir que el fuego era rojo, el hielo blanco, el cielo celeste, la tierra marrón,
y que los rubíes eran color rubí, y los topacios color topacio, y color esmeralda las
esmeraldas. ¿Y Ayl? No conseguía con todo mi fantasear imaginarme cómo se presentaría
a mi mirada.
Encontré el jardín de los menhires, ahora verdecido de árboles y hierba. En pilones
borbolleantes nadaban peces rojos y amarillos y azules. Las amigas de Ayl seguían saltando
en los prados, arrojándose la bola irisada, ¡pero cómo habían cambiado! Una era rubia de
piel blanca, otra morena de piel olivácea, otra castaña de piel rosada, otra pelirroja toda
manchada de innumerables, encantadoras pecas.
–¿Y Ayl? –grité–. ¿Y Ayl? ¿Dónde está? ¿Cómo es? ¿Por qué no está con vosotras?
Los labios de las amigas eran rojos, y blancos los dientes y rosadas la lengua y las
encías. Rosada era también la punta de los pechos. Los ojos eran celeste aguamarina,
negro guinda, avellana y amaranto.
–Ayl... –contestaban–. No está... No sabemos... –y seguían jugando.
Yo trataba de imaginar la cabellera y la piel de Ayl de todos los colores posibles y no
lo conseguía, y así, buscándola, exploraba la superficie del globo.
"Si aquí arriba no está –pensé–, ¡quiere decir que está abajo!", y en cuanto encontré
un terremoto me arrojé a un precipicio, bien abajo, en las entrañas de la Tierra.
–¡Ayl! ¡Ayl! –llamaba en la oscuridad–. ¡Ayl! ¡Ven a ver qué lindo es afuera!  
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Desgañitado, me callé. Y en aquel momento me respondió la voz de Ayl, sumisa,
serena: –Shsh. Estoy aquí. ¿Por qué gritas tanto? ¿Qué quieres?
No se veía nada. –¡Ayl! ¡Sal conmigo! Si supieras: afuera...
–No me gusta, afuera.
–Pero tú, antes...
–Antes era antes. Ahora es distinto. Con todo ese lío.
Mentí: –Pero no, ha sido un cambio de luz momentáneo. ¡Como aquella vez del
meteorito! Ahora se acabó. Todo ha vuelto a ser como antes. Ven, no tengas miedo. –Si
sale, pensaba, pasado el primer momento de confusión se habituará a los colores, estará
contenta y comprenderá que he mentido por su bien.
–¿Dices la verdad?
–¿Por qué voy a contarte mentiras? Ven, deja que te lleve afuera.
–No. Anda tú delante. Yo te sigo.
–Pero estoy impaciente por volver a verte.
–Sólo volverás a verme como a mí me gusta. Anda adelante y no te vuelvas.
Las sacudidas telúricas nos abrían camino. Los estratos de roca se desplegaban en
abanico y nosotros avanzábamos por los intersticios. Sentía a mis espaldas el paso ligero de
Ayl. Un terremoto más y estábamos afuera. Corría entre peldaños de basalto y de granito
que se deshojaban como las páginas de un libro; ya se desgarraba en el fondo la brecha
que nos conduciría al aire libre, ya aparecía del otro lado de la hendidura la Tierra asoleada
y verde, ya la luz se abría paso para venir a nuestro encuentro. Sí: ahora vería también
encenderse los colores en la cara de Ayl... Me volví para mirarla.
Oí el grito de ella que se retraía hacia la oscuridad, mis ojos todavía deslumbrados
por la luz de antes no distinguían nada, después el trueno del terremoto lo dominó todo y
una pared de roca se alzó de golpe, vertical, separándonos.
–¡Ayl! ¿Dónde estás? Trata de pasar de este lado, pronto, antes de que la roca se
asiente –y corría a lo largo de la pared buscando un paso, pero la superficie lisa y gris se
extendía compacta, sin una fisura.
Una enorme cadena de montañas se había formado en aquel punto. Mientras yo era
proyectado hacia afuera, al aire libre, Ayl había quedado detrás de la pared, encerrada en
las entrañas de la Tierra.
–¡Ayl! ¿Dónde estás, Ayl? ¿Por qué no estás aquí? –y hacía girar la mirada por el
paisaje que se ensanchaba a mis pies. Entonces, aquellos prados verdeguisante en los
cuales brotaban las primeras amapolas escarlatas, aquellos campos amarillo–canario que
estriaban las leonadas colinas bajando hacia un mar lleno de relámpagos turquíes, todo me
pareció de pronto tan insulso, tan trivial, tan falso, tan en contraste con la persona de Ayl,
con la idea de belleza de Ayl que comprendí que su lugar nunca podría estar de este lado. Y
me di cuenta con dolor y espanto de que yo me había quedado de este lado, que nunca
podría escapar a esos centelleos dorados y plateados, a esas nubecillas que de celestes se
volvían rosadas, a aquellas pequeñas hojas verdes que amarilleaban todos los otoños, y
que el mundo perfecto de Ayl estaba perdido para siempre, tanto que no podía ya ni
imaginarlo, y no quedaba nada que pudiese recordármelo, ni siquiera de lejos, nada sino
aquella fría pared de piedra gris.



































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